Su calor y su color,
su gente y su ambiente.
La estación llena de historias, algunas que se alargan por estar cinco minutos más en aquella tierra.
La Plaza de España que se queda pequeña al recoger a personas de diferentes continentes.
Las calles que envuelven a la Giralda, donde te encuentras aunque creas que te pierdes.
La plaza con sus famosas Setas, esas que te llevan tan alto que de noche puedes ver brillar a la ciudad y creer que no hay otra igual.
Sus terrazas brindan el placer de escuchar siempre risas y una buena vibración, independientemente de que llueva o haga sol.
No tiene playa, pero si el puente de Triana.
La Torre del Oro que quizás no es la torre más alta ni es de oro, pero tiene la suerte de vivir a orillas del Guadalquivir.
La Avenida de la Constitución que se llena de color cuando es navidad y que impresiona con su arquitectura con La Adriática.
Mencionando la navidad, allí todo parece ir diferente, como siempre: los villancicos no suenan tan solemnes, las poinsettias culminan las salidas y da la impresión de que todo es felicidad y nada puede salir mal.
A pesar de estar en diciembre encontrarás heladerías llenas de gente.
La Semana Santa es otro mundo. La ciudad se transforma, todo gira entorno a aquellos días.
El trajineo para llegar a tiempo o el silencio durante un paso cortado por una saeta.
Se caracteriza por la comida en familia o el arte que lleva dicha semana toda Andalucía.
La Feria te alegra con todas sus casetas, sus colores y de nuevo te envuelve en un ambiente de felicidad y gran festividad.
Por mucho tiempo que estés parece poco para poder conocerla tanto,
quizás se piensan que exagero al añorarla tanto o quizás se queda corta la descripción para tal encanto. Pero una cosa tengo clara y es que volveré donde a la felicidad rocé una vez.
No sé si fue la compañía, la ciudad o ambas pero como dijo Sabina: "para enamorarse de Sevilla no hace falta ser andaluz, hasta un marciano se enamoraría de esta ciudad". Que razón tenía.