No sé cómo empezar saludándote cuando sé que me leerás, pero no me responderás.
Tú mejor que nadie me conoce, aunque ese día te dije de forma secante que nunca lo hiciste. Qué mentira más grande.
Tú me has hecho crecer incluso cuando ya no estabas. Supongo que eso es aprender a quedarte con lo bueno de alguien cuando se va o cuando decide no volver.
Recuerdo que tras salir de esa calle me eche a llorar y solo quería llamarte. Solo quería correr a verte y decirte que todo lo he hecho fatal y que he ido de mal en peor. También recuerdo que pasé meses intentando (ahora) superarte, porque ya no ibas a estar cuando las cosas se me tuercen. Y, por último, recuerdo llamar a su puerta llorando. Abrazarme sin dudarlo y decirme que con o sin ti tengo que superarlo.
Han pasado personas, momentos y dos estaciones desde aquella madrugada y todavía tengo miedo, pero menos.
Tú voz gritándome que nunca estoy segura de nada me ha retumbado más de una noche en la cabeza cuando no sabia si hice lo correcto o si estaba en lo cierto. Sin embargo, tenías razón: nunca estoy segura de nada y lo siento.
Cada vez que hablo de ti se me acaban cayendo unas lágrimas por haberte echo tanto daño y una sonrisa porque me hiciste muy feliz. Espero que ahora te toque a ti.